El
problema suscitado por la aparición de un número elevado de mujeres adolescentes con síntomas como desmayos,
dolores de cabeza y rigidez en Carmen de Bolívar ha puesto en evidencia los
escollos de la comunicación en salud mental pública. Los síntomas han sido
atribuidos por algunas jóvenes, sus padres y otras personas de la comunidad a
una reacción a la vacuna contra el papiloma, mientras que las autoridades
sanitarias han manifestado que no encuentran evidencia de ello, y reiteran la
seguridad de la vacuna. Luego el Ministerio de Salud ha hecho público el
concepto científico de que se trata de una reacción psicógena masiva y ha
calificado los síntomas de “bizarros”. La comunidad parece haber reaccionado
con enojo a estas declaraciones, y se han opuesto con firmeza al diagnóstico de
un trastorno de origen mental. En
síntesis: el mensaje de salud pública no llega de manera eficaz a sus
destinatarios y en vez de transmitir entendimiento, produce un sentimiento de
incomprensión y rechazo.
Es claro que la presencia de estos
síntomas develan la existencia de un problema de salud, y que las autoridades
sanitarias se han apoyado en terminología médica de uso común. ¿Qué nombre
darle al posible diagnóstico? ¿Trastorno
mental, reacción psicógena masiva, histeria colectiva, sugestión, síntomas sin
explicación médica clara, trastorno somatomorfo? Las connotaciones de términos como histeria
colectiva, síntomas psicógenos y reacción conversiva hacen que su uso, más que
servir para empezar a entender qué es lo que sucede, se convierta en un factor
más de incomprensión y de agravio. En la
raíz de este problema, está otro más de los legados del dualismo mente cuerpo,
y de la dificultad para abordar la interfase físico mental usando términos que
no carguen consigo una historia de equívocos, dogmas y estigma.
Para ir un poco más lejos, hay que
reconocer que los profesionales de la salud mental no se ponen de acuerdo en
cómo deben llamarse estos fenómenos, ni en cómo conceptualizarlos. Basta una mirada rápida para ver los cambios
desde la primera edición del manual diagnóstico y estadístico de la Asociación
Americana de Psiquiatría (DSM) publicado en 1952, cuando estaban cobijados con el término
“reacción psiconeurótica (trastornos de origen psicogénico o sin causa clara o
tangible)” hasta el término más
reciente, más genérico y neutro de “trastorno por síntomas somáticos y otros relacionados” en
la última edición del manual (DSM 5, 2013).
El criterio central de esta categoría
diagnóstica es la presencia de síntomas somáticos prominentes con sufrimiento y
compromiso funcional significativo. Los
autores del DSM 5 dan un paso adelante y señalan que lo más importante no es
que los síntomas no tengan una explicación médica clara (aunque esto es
obviamente clave, pues de lo contrario muchos pacientes entrarían en esta
categoría) sino la reacción de la persona al síntoma, la manera como lo
interpreta y los pensamientos que lo acompañan. El énfasis no está en que no
haya una explicación médica clara, pues esto con frecuencia lleva a que la
persona afectada se sienta maltratada, por la posible implicación de una
acusación de que se está inventando los síntomas y/o de que su sufrimiento es
imaginario o falso. Tal pareciera ser el
caso de de la comunidad de Carmen de Bolívar: si bien puede argumentarse que no
cargan con un pasado de terminología psiquiátricas, el solo hecho de calificar
los síntomas como de origen psíquico ha sido suficiente para desencadenar su
rechazo.
Lo primero que hay que aclarar es que los
síntomas de las jóvenes no son inventados ni imaginarios, como bien ha
insistido el Ministerio de Salud. En la
etiología de estos casos influyen factores
biológicos individuales, por ejemplo, una mayor sensibilidad al dolor o a los
estímulos corporales, junto a factores
del desarrollo como experiencias traumáticas, abandono, y violencia. Los patrones de aprendizaje, tales como
reforzamiento de diferentes maneras de buscar ayuda (cómo se expresa un
problema o las emociones y qué lugar ocupa lo somático). El contexto social y cultural resulta entonces
esencial para entender estos cuadros clínicos.
Otro dato pertinente es que estos
pacientes se encuentran casi siempre en servicios médicos y no en los
consultorios de psiquiatría. Esto es importante: las personas afectadas no
identifican sus síntomas como de origen psicológico y lógicamente no buscan
ayuda en servicios de salud mental, al menos no inicialmente. Con frecuencia se oponen a la remisión a
psicólogos o psiquiatras, lo cual es entendible siguiendo esta lógica.
Supongamos que, como argumentan quienes
promueven esta nueva nomenclatura diagnóstica, con esta denominación se esté
superando el dualismo mente cuerpo.
Aunque esto fuera así, ¿cuánto tiempo tardaría para que su efecto se hiciera
notar a nivel general, en la población,
en los pacientes y aún en los mismos médicos? El peso de la costumbre en el lenguaje es
enorme, y no será cuestión de publicar un manual con nuevas denominaciones.
Lo segundo es que las explicaciones y
términos usuales no dan cuenta de la dimensión social del fenómeno. Dos factores deben tomarse en cuenta: la
marginalización y poco acceso a servicios, y el hecho de que sea una vacuna la
detonante del cuadro clínico. Vale la
pena recordar que para el psicoanálisis, los síntomas son una forma del
lenguaje. Más allá de los sesgos propios de la teoría psicoanalítica, que ha
compartido muchos de los términos cuestionados (en especial el de histeria),
este hecho es el que merece ser rescatado.
La jóvenes afectadas están comunicando algo a través de los síntomas.
Lo
tercero, es que todos tenemos alguna teoría de la interacción
mente/cuerpo, oscilando entre el temor frente a sus poderes e influencias y la
ilusión de que teniendo la clave correcta, con el poder de la mente podremos
controlar el cuerpo, y evitar las enfermedades o curarnos de las
aflicciones. Pero cualquier teoría
personal de la relación mente cuerpo resulta ser heredera de un larga tradición
que muchas veces no es formulada de manera explícita, y en la cual tanto ideas
religiosas y científicas han jugado un papel importante. El
lenguaje psicológico o técnico que se emplea para dar nombre a los cuadros
clínicos pueden formar parte de una tradición y un lenguaje que le es ajeno a
muchas comunidades.
En conclusión: el estudio de caso de Carmen
de Bolívar da para reflexiones instructivas para una abordaje de la
comunicación en salud mental pública.
Aclaro que bajo la denominación “caso” se incluyen no solo a las jóvenes
afectadas por los síntomas, sino también a sus familias, a la comunidad, los
servicios y profesionales de salud, las autoridades sanitarias y los medios de
comunicación.
Nota:
En cuanto al lenguaje usado por el ministerio, por lo pronto cabe destacar el
equívoco del empleo del término “bizarros”, con los cuales se calificó los
síntomas de las jóvenes de Carmen de Bolívar.
En esto, el ministerio repite un error que muestra lo difícil de cambiar
las costumbres. Estoy seguro que el
ministro tomó la expresión de algún profesional de la salud. Durante mucho tiempo, en seminarios y
discusiones de casos, aclaraba que bizarro en español quiere decir valiente,
espléndido, mientras que en inglés bizarre
significa extraño, inusual. Esta acepción es el equívoco que se ha convertido de
uso común entre muchos psiquiatras colombianos, y se emplea sobre todo para
describir síntomas en algunos casos de psicosis o de trastornos de la
personalidad. Deformación del lenguaje,
que en este caso no es una elección afortunada, pues no se trata de que las
jóvenes sean “extrañas o raras”.
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